Capítulo 1
La tormenta
Una terrible tormenta descargó sobre París aquella tarde de otoño del año 1754; tan apocalíptica que fue como si hubieran abierto de improviso las esclusas del Cielo con la trágica intención de acabar de una vez por todas con la humanidad. Al cabo de unos minutos las calles quedaron anegadas de agua hasta el extremo de impedir el paso de los carruajes que circulaban por los barrios de la Sorbone y Faubourg Saint-Germain. Los transeúntes, sorprendidos por tremenda intensidad de la lluvia, corrían despavoridos en busca de un lugar seguro donde guarecerse. El fragor de los truenos y la sobrecogedora visión de los relámpagos —semejantes a ríos de lava roja—, conminaban a la gente a buscar refugio en los portales de los edificios más cercanos, donde se hacinaban unos contra otros a la espera de que remitiese la tormenta. Incluso las grisetas y atrapadoras de los jardines de las Tullerías y Palais-Royal, consagradas al oficio más antiguo del mundo, dejaron a un lado su labor para regresar a las cloacas de donde provenían. Del mismo modo los componentes de la Guardia Real, a pesar de su ineludible presencia por las calles de la capital, postergaron el deber y la justicia para ponerse a buen recaudo antes de que fueran fulminados por los diversos rayos que, sobrecogedores, culebreaban sin descanso sobre los tejados calizos de las viviendas.
En el mercado de Les Halles prevalecía el caos. Los comerciantes se apresuraban en recoger sus mercaderías entre maldiciones y juramentos. Las banastas con frutas y hortalizas, los mostradores de los carniceros, los talleres de los maestros artesanos, los toneles de harina, las tinajas de aceite y vinagre; todo fue desatendido por sus dueños ante la amenaza de ser arrastrados por la avalancha humana que escapaba del diluvio corriendo de un lado a otro sin orden ni concierto. París se estremeció horrorizado al comprobar la crecida del río, y tan sólo los habitantes de las casuchas construidas en el declive de las colinas de Montmartre, Santa Genoveva, Butteaux-Cailles, Belleville, Chaillot, Buttes-Chau-Mont y Ménilmontant, auténtico anfiteatro de altozanos guardianes de París, se sintieron a buen recaudo a pesar de los corrimientos de tierra que provocaba todo aquel agua descendiendo impetuosa ladera abajo. Los menos favorecidos fueron los residentes de la isla de la Cité y de Saint-Louis, así como los dueños de las viviendas y negocios que habían erigido sus inmuebles sobre los diversos puentes que les comunicaban con la ciudad, sufriendo desde un principio las consecuencias directas de la crecida del río. Impotentes, fueron testigos de cómo sus hogares y enseres eran arrasados por las turbulentas aguas del Seine.
En tales circunstancias nadie hubiera creído que era el momento más indicado para echarse a la calle, incluidos los incontables roedores. Ningún pretexto podía considerarse racional, ni tan siquiera el amor o el odio. Sin embargo, una joven corría desesperada por la rue Saint-Honoré, llevando entre sus brazos un atadijo de mantillas, capidengues y pañoletas, del cual surgía cierto lloriqueo desgarrador de niño recién nacido. Tenía los cabellos y el vestido empapados. Tiritaba de frío, consternada por alguna extraña razón que sólo a ella le afectaba, e indiferente a las variadas exclamaciones de sorpresa de todo aquel con quien tropezaba en su camino sobre los adoquines de arenisca. Le dolían los pies debido a la humedad. A pesar del impedimento y el agua, que ya le llegaba por encima de los tobillos, huía en dirección al Louvre como si llevara tras de sí una legión de demonios. De vez en cuando miraba hacia atrás, con cierto temor indescriptible a ser descubierta por sus perseguidores. Pero no vio a nadie a sus espaldas; tan sólo la esencia evanescente del marqués de Saint-Foix y sus esbirros; fantasmas de un pasado inmediato del que le era imposible escapar.
Georgina, que así se llamaba la doncella, había aceptado sin condiciones la súplica de la señora marquesa en su lecho de muerte: preservar de cualquier daño al ser que acababa de dar a luz, criatura que no se ceñía a los términos de normal en una sociedad nobiliaria donde las taras infantiles se saldaban a la tremenda, arrojando al río a dichos engendros. Y si en su momento tuvo que enfrentarse a la problemática de abandonar la mansión sin alertar a los asistentes del marqués, la fiel sirvienta no se rendiría ahora que había tomado una decisión en firme. Debía salir lo antes posible de la ciudad para dirigirse hacia las murallas del lado este, allá donde las postulantas del convento de la Madeleine de Trenelle convivían en conformidad con Dios. Ellas se harían cargo sin duda de la desgraciada criatura.
La joven trató de olvidar las amenazas de muerte proferidas por el marqués cuando finalmente, desde la ventana de su habitación, la vio salir por la puerta de la gran residencia con el niño en brazos; pero le fue imposible dejar a un lado sus advertencias. Al contrario, su memoria evocó el gesto preceptivo que les hizo entonces a los guardianes de la hacienda con el propósito de ponerles sobre aviso, dándoles libertad para iniciar la cacería y seguimiento de la presa más débil. Ella era la víctima; y de no actuar con apremio, sería su cabeza la que colgara de la pared del salón de su amo, por lo que, llenando de aire los pulmones, salió del escondrijo donde se había detenido a descansar un instante y fue derecha hacia la rue Fauburg Saint-Antoine, esperando dejar atrás La Bastille antes de que anocheciese y cerraran las puertas de la mayor ciudad de Francia.
Pero cuál fue su sorpresa cuando vio al marqués de Saint-Foix en persona cortándole el paso al final de la rue Royale, callejuela por la que decidió aventurarse con el propósito de atajar atravesando el Jardín de las Tullerías. El noble avanzó hacia ella con paso firme, circunspecto, prometiéndole que no le causaría ningún daño si le entregaba por las buenas al recién nacido. Le dijo que pensaba dar excelentes referencias a sus amigos, siempre y cuando fuera capaz de guardar el secreto que escondía aquel monstruo que Dios le había dado por hijo; incluso le ofreció quinientos luises por un silencio que a todos comprometía en tanto que serían cómplices de asesinato.
Horrorizada, Georgina se dio la vuelta con intención de huir, más por detrás le llegaban los fornidos lacayos de su señor con porras y cuchillos ocultos en los bolsillos de sus levitas, dispuestos a zanjar el asunto de forma letal. Gritó al verlos venir decididos hacia ella, sedientos de sangre, sin saber qué hacer en aquella situación tan conminatoria como irremediable. Por un lado, tenía que enfrentarse a un hombre sin escrúpulos al que sólo le importaba el prestigio del apellido Saint-Foix; por otro, a la muerte fría del acero.
Sin pensarlo dos veces, la sirvienta pateó un viejo portón situado a su izquierda, en uno de los recovecos de la estrecha callejuela. Dicha puerta comunicaba con el jardín de una vivienda en ruinas presuntamente deshabitada, la cual se abrió sin ningún esfuerzo con un chirrido oxidado y ruginoso. No lo pensó dos veces, y entró en su interior, atrancando seguidamente los postigos con la aldaba de hierro que recogió del suelo antes de que sus perseguidores lograsen alcanzarla entre exclamaciones de furia.
Estaba a salvo. Aunque sólo por un tiempo.
El niño seguía llorando. Georgina, con sumo cuidado, fue hacia un templete erigido en el centro del vergel y tomó asiento en las escaleras de mármol, translúcidas y amarillentas por el paso de los años. Una vez a cubierto, protegiéndose de la lluvia, sus manos desliaron el pequeño atadijo que llevaba aferrado contra el generoso pecho. El rostro inocente e inmaculado de la criatura se le mostró como lo más bello del mundo. Era un niño precioso. Tenía delicados rosetones pintados en sus mejillas; indicios de buena salud y energía. Fue a desarroparlo para ver del todo su cuerpo, pues aún no había encontrado nada anormal en él para que quisieran matarlo, cuando sintió la embestida brutal de los hombres contra el portón pretendiendo acceder al abandonado jardín por las bravas, por lo que tuvo que desistir en su voluntad de desentrañar el misterio volviendo a cubrir el bebé con la mantilla.
Miró desesperada a su alrededor, en busca de un escondrijo donde poder ocultarse. Al margen de unos cuantos eucaliptos deshojados y marchitos, un estanque de aguas verdinegras, corrompidas y viscosas —cuyo pilón granítico retenía en su interior gran cantidad de guijarros y ovas yermas—, y un coche de caballos completamente desmantelado al que la hiedra había aprehendido entre sus filamentos, no encontró un lugar que favoreciese su deseo de desaparecer. Su única salida estaba en un tragaluz horadado en la parte más baja del muro de la casa, un pequeño orificio medio oculto tras la frondosidad marchita de unos rosales. Corrió todo lo de prisa que pudo, lo que hizo que resbalase con la hojarasca húmeda del terreno, cayendo de lado sobre unos abrojos. Apenas sintió clavársele en la carne las espinas; ni siquiera llegó a darse cuenta de que la sangre le corría de forma copiosa por debajo del codo. Se puso en cuclillas de un salto al escuchar nuevamente el batir de la puerta a su espalda, así como las provocaciones e insultos que proferían a voz en grito los mercenarios del marqués.
Arrastrándose por el fango, la criada se allegó como pudo al rosal. Como llevaba al niño en brazos, apartó sus tallos con la única mano que le quedaba libre hasta abrirse camino a través de la fronda. Y cual fue su desilusión al descubrir que la oquedad abierta en la pared no era sino un pequeño ventanal de respiro de lo que antaño fuese una bodega; suficientemente ancho para el bebé pero estrecho para un adulto.
Desesperada, creyó que lo mejor sería dejarlo caer al vacío, y luego buscar un lugar seguro donde esconderse. Más al pronto reaccionó con sensatez, pensándolo dos veces antes de llevar a cabo su pretendida locura. Intentó calcular la distancia que le separaba del suelo escrutando en la oscuridad, pero le fue imposible hacerse una idea debido al fuerte aguacero y a las sombras que proyectaban los nubarrones sobre los muros calcáreos de la casa.
«Deben haber por lo menos la altura de dos mujeres como yo», se dijo a sí misma; más no quiso determinarse por temor a que la criatura pudiera romperse la cabeza en la caída. Y sin embargo... ¿acaso no era mejor arriesgar que una muerte segura a manos de sus verdugos?
El chasquido de la puerta al romperse, y las airadas voces acercándose por la vereda de piedra que dividía en dos el jardín, le sacó de dudas. Dejaría caer al bebé confiada en la buena suerte que les había acompañado hasta ahora. Pero antes le hizo la señal de la Cruz en la frente, buscando el amparo de Dios y el de los ángeles guardianes de los que tanto había oído hablar de niña. Luego besó la delicada piel de sus mejillas, sabiendo de antemano que no volvería a verlo nunca más.
—Niño llora... niño triste. Totó cuidará de él. Totó sabe cómo hacerlo.
Georgina ahogó un grito con la mano. Frente a ella, un hombre la observaba desde el interior del sótano con las manos extendidas. Debido a la oscuridad de la bodega, sólo pudo verle la cara y los dedos gruesos y callosos de sus manos. El volumen de su cráneo era descomunal y achatado, igual que un calabacín en sazón. Padecía una singular alopecia que no sólo le privaba de pelo en la cabeza sino también en las cejas y pestañas. Sus pómulos, cuya piel ictérica y apergaminada le trajeron a la memoria al prior de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, se precipitaban sobre sí mismos, confiriéndole de ese modo el macabro aspecto de un alma en pena. Sus ojos eran de un color ceniciento que helaba el alma: tristes, ausentes de vida... como si se encontraran prisioneros de la más profunda desesperación. Aún así, había algo en ese hombre que le atraía, y era su presencia en el interior de aquella bodega donde jamás hubiera esperado encontrar a nadie; como si se tratara de una señal de Dios. Cuidaría del niño, y eso le bastaba para confiar ciegamente en él. A pesar de ser un extraño, y de su grotesca apariencia, estaba segura de que no le ocurriría nada malo a la criatura mientras estuviese bajo su tutela. Era un presentimiento que le nacía del corazón.
Las voces de los perseguidores se aproximaban. Los tenía tan cerca que creyó percibir el hedor avinagrado de sus bocas llenas de caries. No estarían a más de quince o veinte pasos, tras el muro de zarzas. Cogiendo al niño con sus dos manos se lo entregó al desconocido, rogándole en voz baja que velara por la vida del pequeño aún por encima de la suya. Acto seguido corrió hacia el estanque para rodearlo antes de que fuera demasiado tarde, pero el destino quiso que se encontrase cara a cara con sus agresores.
Eran cuatro, sin contar al marqués. El más joven de todos era el que más temor le inspiraba debido al enorme cuchillo de descuartizar que se intercambiaba hábilmente de una mano a otra. Le sonrió con dureza, gesto que la paralizó durante un par de segundos. Fue suficiente para que los otros tres aprovecharan su vacilación, rodeándola por ambos flancos y por detrás. Aquel descuido le habría de costar la vida.
La primera cuchillada la recibió la sirvienta en el costado, y le vino por la derecha. Fue la de Jean-Paul, un mocetón bastante atractivo pero con la cara rateada por la viruela; cochero del marqués. La saña con que le había asestado el golpe era fruto del rencor. Se la tenía jurada desde que la joven rechazara sus pretensiones deshonestas burlándose cruelmente de los pequeños cráteres que poblaban su rostro. Eso fue lo que pensó Georgina al tiempo que la sangre le corría a borbotones por la herida abierta, a pesar de que intentaba sofrenar la hemorragia con ambas manos.
Aún dio dos pasos, inseguros y oscilantes, procurando por todos los medios acercarse al estanque en la ridícula idea de huir hacia el otro lado del jardín, pero antes de llegar sintió el crujir de su cráneo al romperse, y también un dolor lacerante en la cabeza que la hizo sentir vacía por dentro. Cuando cayó al suelo tuvo ocasión de ver la porra de su nuevo atacante emporcada de sangre. Y aunque sufría los estertores próximos a la muerte, se puso de rodillas con los puños cerrados en el suelo, como un animal a la espera del sacrificio.
Escuchó la voz del marqués a un millón de años luz de distancia. La interrogaba sobre el paradero del bebé. Ella se limitó a jadear su agonía negando con la cabeza. Su amo preguntó de nuevo, amenazándola de muerte. A Georgina le hizo gracia aquel comentario tan cínico, y sin poder evitarlo, se echó a reír al tiempo que se limpiaba con el dorso de la mano los finos coágulos de sangre y baba que le colgaban de los carnosos labios. Tanta impertinencia no le hizo gracia al soberbio aristócrata, el cual, exasperado por la reacción de la obstinada doncella, le propinó una patada en las costillas que la dejó sin aliento, tirándola de nuevo por tierra. Posteriormente, y tras recibir la aprobación de su señor, quien dio por finalizado el interrogatorio, los sicarios cayeron sobre la infortunada al igual que lobos hambrientos. Las cuchilladas y golpes fueron tan continuos y salvajes que en pocos segundos convirtieron a Georgina en una miscelánea irreconocible de carne y sangre; la misma sangre que salpicaba sus rostros, levitas y manos, acercándoles al talante implacable de los druidas paganos de las antiguas hecatombes.
Consumado el crimen, el marqués de Saint-Foix les ordenó buscar al niño por todos los rincones del jardín, expresamente tras los rosales por donde la habían visto aparecer. El hombre de la porra llamó la atención de los otros señalando la oquedad abierta en el muro. Al comprobar que era cierta su afirmación, el marqués se puso al frente del grupo adelantándose a sus esbirros.
Nada más llegar se inclinó sobre la ventana, acercándose al tragaluz tras hacerles una señal para que se mantuvieran callados. Ningún lamento o lloriqueo vino a romper aquel instante de tenso silencio, tan sólo el monótono sonido de la lluvia rompiendo contra las hojas yermas del suelo. Todo parecía indicar que Georgina había dejado caer al niño al vacío. De ser así, la ausencia de sonidos se afirmaba como testimonio irrefutable de la cruel realidad. La criatura debía estar muerta allá abajo, envuelta en las sombras, probablemente con los huesos rotos... fomentando la apetencia insaciable de las ratas negras de duras cedras que por allí pululaban.
Pero el excitado noble necesitaba verlo, contemplar el fin postrero de aquel engendro, hijo de Satanás, que su difunta esposa había echado al mundo en vez de remitirlo al averno. No estaría del todo seguro hasta que no le viese muerto con sus propios ojos. Quería cerciorarse, poder dormir por las noches sabiendo que aquella cosa no vendría en un futuro a cobrarse una vieja deuda, o que alguien pudiera relacionarle con el bebé y chantajearle durante el resto de su cómoda vida. Tenía que poner fin a sus dudas, comprobarlo personalmente al precio que fuera. Para ello, se quitó la peluca de color ceniciento, e introdujo sin más su cabeza en la abertura tratando de auscultar en el corazón de las tinieblas, al igual que hiciese la criada minutos antes. Le fue imposible ver nada al estar demasiado oscuro. Se esforzó en la virtud del protagonismo, que tanta gloria le proporcionara a lo largo de su vida, arrastrándose un poco más hacia dentro con el propósito de acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Y he aquí que surgieron de la nada unas manazas huesudas que le sujetaron con inusitada fuerza ambas mejillas. Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar, pues su cabeza giró bruscamente de un lado hacia otro hasta que se oyó el chasquido del cuello al quebrarse. Después su cuerpo se desplomó inerte y con el rostro hacia dentro, a la vez que sus dedos se aferraban al postizo en la postrera actitud de sorpresa frente a aquella muerte inesperada.
El más joven de los secuaces tiró instintivamente del cadáver, cogiéndole por los pies. Louis, el pinche de cocina del marqués, sacó de nuevo su cuchillo de trinchar, y con valentía fue a enfrentarse a aquella cosa que había acabado con la vida de su señor. Pero ni toda la devoción del mundo fue suficiente para plantarle cara al espectro que parecía resurgir del mismísimo infierno; el rostro mortuorio, torvo y desfigurado, de un ser que les imprecaba a gritos e insultos, mostrándoles el lado más adverso de su carácter.
Incapaces de asimilar semejante pesadilla, los sirvientes creyeron estar frente a una aparición demoníaca. Sus mentes, retrógradas y supersticiosas, confundieron a un pobre diablo con el auténtico Lucifer. Y no pudiendo soportar la idea de ser arrastrados a los abismos del infierno, presto huyeron despavoridos sin importarles los despojos del hombre que había condenado sus almas para toda la eternidad.
martes, 11 de diciembre de 2007
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2 comentarios:
Hola.
El mundo, como se dice, es un pañuelo. Nos vimos el pasado miércoles y por el ajetreo no tuve tiempo de que charlasemos un rato, pero me alegro de conocer un nuevo autor murciano, y estaré pendiente de tu trayectoria.
Hola, Nébulos:
El otro día no pudimos hablar, pero ya encontraremos tiempo. Te deseo lo mejor con tu libro de poemas "Crepusculario", el cual devoré aquella misma noche. Y gracias por comentar.
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