martes, 27 de noviembre de 2007

Acabo de colgar unas extrañas iniciales que, fotografiando la catedral de Murcia, encontré en la parte más baja de la puerta denominada de los Apóstoles. Las iniciales pertenecen a un cantero medieval que talló las famosas cadenas que rodean la Capilla de los Vélez. Cuenta la leyenda, que la cantera de donde se extrajo la piedra para su talla, es ahora un paraje existente entre Murcia y Cartagena, que hoy lleva el nombre de "El Puerto de la Cadena". También dice la historia, que tras haber finalizado su trabajo, el maestro de obras ordenó que le sacaran los ojos y que le cortaran la lengua; para que no le dijese a nadie cómo había sido capaz de esculpir tan grandiosa obra de arte. Hay otra leyenda en Murcia, que dice que bajo la catedral se encuentra unos pasadizos que nadie sabe a donde conducen ni qué misteriosos secretos encierra. Yo, por mi parte, puedo deciros que (como podéis ver en la fotografía, aunque sea recostada), hubo un investigador que encontró cierta semejanza con las imágenes de los tenantes y el escudo de armas de la familia Chacón y Fajardo, con una de las estrofas más enigmáticas de Nostradamus. Y dice así:
Bajo las cadenas Guien del cielo herido,
No lejos de allí está el tesoro escondido,
Que tras largos siglos de haber estado atado,
Morirá si encuentra el resorte del ojo saltado.
Para quienes no lo sepan, "Guien" significa "Perro" en un francés del medievo, y que la flor de lis es llamada la flor del Cielo. Los tenenates tocan con sus manos un perro y una flor de lis ¿Casualidad?... No creo. Hay quienes opinan que bajo la catedral de Murcia se esconde uno de los tesoros más carismáticos de la cristiandad.
Con este pequeño resumen, he querido hacer una pequeña introducción a mi última novela: "Los Hijos de la Viuda", que saldrá publicada por Vía Magna para principios de verano. A todos aquellos que estén interesados en saber si el ser humano es capaz de hablar directamente con Dios (y no me refiero a la oración), os recomiendo su lectura. Os adelanto el primer capítulo. Espero que sea de vuestro agrado:
LOS HIJOS DE LA VIUDA
Prólogo


Iacobus miró hacia atrás ante la necesidad de escapar a sus perseguidores, quienes aceleraban el paso con la intención de rodear las obras y cercarle antes de que alcanzara la puerta principal de entrada y se acogiera a la inmunidad que otorgaba la religiosidad del santuario. Sabía muy bien cuál era el castigo reservado a quien incumplía los preceptos de la logia. Sólo de pensarlo se le heló la sangre de las venas. Tanto fue así que al percibir la luz de las antorchas, a derecha e izquierda de los muros de la catedral, no tuvo más remedio que buscar el amparo del pórtico llamado de los Apóstoles. Allí se acurrucó con la esperanza de desaparecer, de fundirse con los iconos ocultos tras las sombras de la noche. Alzó la mirada al cielo. El fulgor de las estrellas le habló de esa magia imperecedera que encumbraba su oficio por encima de la ignorancia general de las personas, y al pronto comprendió que había sido un estúpido al querer memorizar el misterio de los templos para un posterior legado dirigido a la humanidad. De nada le sirvió lamentarse. La suerte estaba echada, y él tendría que pagar caro su error.
No había tiempo que perder. Se aferró al punzón y al pequeño martillo que guardaba en la talega, y grabó sus iniciales con rapidez en la parte baja del chapado de la puerta, esperando que las generaciones venideras pudieran comprender el mensaje de angustia que intentaba trasmitir. Luego, al entrever que su escondite no habría de privarle del castigo, y que le sería imposible llegar hasta la capilla de la Virgen templaria, trató de huir hacia el río; su última expectativa.
Varios de sus compañeros le salieron al paso, rodeándole como a un animal herido al que desearan rematar con el fin de evitarle un mayor sufrimiento. Permanecieron en silencio, observando con temple al hombre que les había defraudado al anotar a escondidas el conocimiento de Los Hijos de la Viuda. Iacobus percibió en sus rostros la condena. Se sentían engañados. Les había fallado a todos ellos.
Se adelantó el más anciano, el cual iba vestido con una túnica púrpura y una capa de terciopelo azul; los colores del cobre y el hierro con que está forjado el compás del masón.
Era el Maestro de Obras.
—Dinos... ¿Dónde lo has escondido? —pre- guntó con voz grave el llamado Justo Bravo.
Iacobus de Cartago se asombró de su propia valentía al negar con la cabeza, respirando apresura- damente a la vez que trataba de tomar aliento, de adquirir fuerzas ante la letal amenaza que se cernía sobre él.
—No necesito decirte cuál es la decisión de la hermandad con respecto a los traidores —le recordó—. Si sigues con esa actitud, me veré obligado a consumar el castigo que les aguarda a quienes quebrantan el juramento.
Maese Justo hablaba en serio. Cumpliría lo prometido a pesar de la amistad que existía entre ambos canteros desde hacía varios años.
—He tomado una decisión y no pienso retractarme —se aventuró a decir De Cartago, aun sabiendo que, al hacerlo, firmaba su propia sentencia de muerte—. Creo que nos arrogamos un derecho que pertenece a todos, y ya es hora de que el hombre comprenda la importancia que tiene descifrar el secreto de la Sabiduría, el poder de los templos perdidos y el misterio que envuelve la obra de los antiguos maestros. El Trono de Dios no es sólo un símbolo celestial prioritario del obispo, también lo es del pueblo. No podemos seguir ocultándoles la verdad.
—Así ha sido durante miles de años, y así debe seguir hasta que la humanidad esté preparada para escuchar la voz del Gran Arquitecto. Ninguno de nosotros debe romper la cadena que nos une a la tradición.
Sin poder evitarlo, Iacobus se echó a reír. Le hizo gracia que le hablara de cadenas, sobre todo después de haber cincelado, durante meses, los enormes eslabones de piedra que colgaban de la parte alta de la capilla octogonal a medio concluir; logro que fue elogiado por el propio Pedro Fajardo, marqués de los Vélez.
—¿Sabías que uno de los eslabones de la cadena está agrietado de parte a parte? —le preguntó a su antiguo maestro—. Yo mismo lo hice partir porque la tradición debe cesar.
Justo Bravo se giró para ver la respuesta de los demás miembros de la logia. Y en la expresión rigurosa de sus compañeros reconoció la necesidad de poner fin al desenfrenado empeño de Iacobus. Los canteros, al unísono, gritaron la máxima de la hermandad:
—¡Los secretos de la cámara no los digas a nadie, ni nada de lo que hagan en la logia! ¡Los secretos de la cámara no los digas a nadie, ni nada de lo que hagan en la logia! —vociferaban al tiempo que el círculo se iba estrechando en torno al traidor.
Antes de que todos cayeran sobre el artista y le asesinaran con sus propias manos, pues los ánimos enardecidos de los congregados se perfilaba como una amenaza de muerte, el maestro Justo ordenó que el rebelde fuera conducido a la parte de atrás de la catedral, donde se levantaban las guildas que servían de reunión y descanso a los compañeros masones.
Poco después, tras ser maniatado a un poste del andamiaje que rodeaba la capilla en construcción, fue azotado por el propio Justo ante la mirada complaciente de los demás canteros. A pesar del rigor del suplicio, Iacobus se resistía a darles un motivo de placer, ahogando en silencio los gritos de dolor. Sus dientes castañeteaban ante las «caricias» del vergajo sin dejar escapar un solo gemido. El cuerpo se arqueaba hacia delante a cada envite, flexionando la cabeza y la espalda en el momento que sentía como su piel se desgarraba en jirones sanguinolentos. Y sin embargo, tal castigo no consiguió doblegar su espíritu ni logró que les dijera dónde escondía el manuscrito de la discordia. La firme convicción de sus ideas era mayor que el propósito de salvar su vida.
Finalizada la flagelación, y viendo que su viejo amigo era incapaz de reconocer lo absurdo de su empeño, Justo Bravo ordenó que le trajeran una barrena para taladrar y también una daga bien afilada. Iacobus reaccionó a la petición del maestro tensando los músculos del cuerpo, ahora lacerado por las bolas punzantes del vergajo.
—No me dejas otra alternativa —afirmó con voz glacial el responsable de las obras—. Ya que has decidido ocultarnos el paradero de tus escritos, me veo obligado a cumplir con fidelidad el castigo que conlleva el juramento de la logia. Aunque para estar seguro de que no puedas recuperarlos sin ayuda de nadie, si es que logras sobrevivir, he de llevar más allá el castigo.
Antes de que el maestro Justo cumpliera su promesa, Iacobus alzó la mirada hacia la oscura y eterna noche. Los tenantes que protegían el escudo de armas de los Chacón y Fajardo, que habían nacido de su imaginación de artista, le observaban con significativa tristeza. La grúa metálica, las castañuelas de cantera, y el armazón de centrado, que serviría para construir la cúpula estrellada, le dieron su último adiós en total silencio. A pesar de todo, se sentía satisfecho. Jamás encontrarían su testimonio.
Sin demorar más la cruel sentencia, Justo Bravo le taladró sin piedad los ojos y, tras hacerle un corte profundo junto a la barbilla, le arrancó la lengua por debajo del mentón. Los gritos del desdichado pudieron escucharse más allá de la barriada de calles angostas que había al otro lado del río.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Acabo de terminar de leer la novela y quede maravillada, disfrute cada pagina.
Me alegro que haya decidido escribirla y compartirla.
Desde Argentina le envio un abrazo grande y mi mayor admiración.
Kika.