martes, 1 de enero de 2008

El séptimo día

El séptimo día
Por fin hemos dejado atrás un año lleno de incertidumbre y nos enfrentamos a un nuevo futuro. El 2008, necesito creer, ha de proporcionarme nuevos retos, y eso siempre me ha llenado de esperanza. Si todo va bien, tendré la suerte de vivir una experiencia maravillosa que vendrá a dar sentido a tantos años de íntimo y solitario trabajo. Pero mejor no hablar de eso hasta que llegue su día. Ahora, lo que deseo para todos los habitantes del planeta, es que vivamos estos 365 días en paz y armonía, que olvidemos nuestras diferencias y sepamos acogernos al inteligente plan de hacer de nuestras vidas la mejor de las experiencias. Sé que va a ser difícil para la mayoría, pero siempre hay que pensar que mientras hay vida hay esperanza. Por eso he querido contarles una pequeña y triste historia, cuyo final resulta tan sustraído como revelador. He aquí la historia de Rafael González, minero de Sama de Langreo, alguien que se dejó arrastrar por sus miedos. Espero que les guste.

EL SÉPTIMO DIA


Dedicado a Rafael González, minero de Sama de Langreo.


Rafael dejó de sentir dolor físico. Cesó aquella torsión angustiosa de su cuerpo, aquel jadear incesante de los pulmones y de las entrañas que, convulsos, parecían formar una sola unidad orgánica. Se frenaron los latidos encrespados y a pedazos del corazón que se desangraba por segundos; de forma irremediable. Súbitamente se desgonzaron sus músculos y su cuerpo se vio convertido en un guiñapo, en una relajación postrera, definitiva y liberadora. Le pareció entrar a horcajadas sobre una nube gris, espumosa y húmeda, que le inundó de henchido frescor de abajo a arriba, por todos los poros del cuerpo y hasta por cada entresijo del espíritu; una sensación que iba dilatándose, dilatándose cada vez más, como si él —su ser espiritual y material—, se hubiese transformado de repente en una enorme esponja sin bordes cuyas facultades de crecimiento y expansión se desarrollasen a medida que se sumergía en aquella espesura gris sin forma definida. Su boca saboreó la envolvente y aterciopelada vaharina, de suave viscosidad, que le envolvía. Se disgregaba ausente, lejano, ligero. Después no supo nada más. No comprendió que había caído, sin querer, por uno de los escotillones del suelo, al fondo de la mina.

Su primer pensamiento, revuelto y susurrante, nacido de su anterior condición humana de “ser vivo”, contenía una parte de cierta actitud lógica, a manera de intento de ensayo deductivo, de causa y efecto; otra parte de poesía, de credulidad cándida e incoherente; y el resto, amontonado y sin discernir, podía muy bien haber estado compuesto por algunos detritus espirituales vegetativos o de baja animalidad, de infraestructura humana, como la costumbre de yacer junto a su esposa en el lecho, el vino jocundo y espeso de los sábados por la noche, o el engancharse mecánicamente al tajo cada mañana.

El nuevo ser, tras la muerte, se avergonzaba un poco de sí mismo, con pudores de doncella. Desconocía sus cualidades recién adquiridas, intactas; casi virginales. Era como un Adán asustado de su propia personalidad y, al mismo tiempo, estaba como encogido. Evitaba cuidadosamente mirar, oír, moverse, no como el que está enjaulado en un cerco, sino más bien como quién prefigura esquinas y tropiezos al aire libre. Por otra parte, temía estar a deshora, fuera de su sitio de acoplamiento. Esquivaba el empujón de los compañeros de trabajo, las miradas capciosas y suficientes de los capataces, esas que taladran de costado a costado. Esperaba, de un momento a otro, la orden verbal, imperativa:

¡Fuera de ahí! ¡Vamos!... ¿Qué haces como un pasmarote tumbado en el suelo?... ¡A trabajar se ha dicho!

Pero, sobre todo, no sabía si era todavía algo, o tan sólo un subproducto caótico emergido de su propia pesadilla, de quién sabe qué circunstancia diabólica. No se sabía sin cuerpo, abandonado a un desvalido silencio, proyectado sin conocimiento previo ni intuición a un vacío terrible y absoluto, a un desasimiento total de fórmulas, como si una gigantesca ventosa le hubiese absorbido por arte de magia o hechicería, siendo “otro” y él mismo en un horizonte inacabable, sin límites de espacio o tiempo.

Ignoraba que estaba muerto, que había fallecido hacía tan sólo unos segundos como Rafael González, minero de treinta y ocho años de edad, natural de Sama de Langreo, casado, padre de dos hijos y domiciliado en la calle de la Paz. Su muerte le era tan indiferente como su vida. Carecía de valor, puesto que ya estaba muerto. Aquí no había relieves ni categorías, ni simple anécdota. Aquí, todo comenzaba a ser de distinto modo. Se incorporaba uno a otra vida, eterna, diferente, sin aspavientos; eso era todo. Igual que un fluir consecuente y ordenado.

Por lo que respecta a Rafael, la cosa fue sencilla, vulgar. Nada de mareos, ni desvanecimientos o pamplinas. El tránsito se verificó teniendo en cuenta la ley de la gravedad. Ya lo descubrió Newton jugando con sus famosas manzanas. Después de engullir el ascético contenido de su fiambrera, había bajado a rematar un trabajo en la tercera galería de la mina. De pronto, le apeteció echarse a la boca un caramelo de mentol, para matar el gusanillo del tabaco. Luego, eructó satisfecho: había comido ensalada de cebolla y tomate, con un huevo duro.

No me canso de la cebolla tierna —se decía a sí mismo—. Le diré a mi mujer que me ponga ensalada mientras no me harte. Mi vecino Alfonso, que sabe tanto como un libro, dice que el tomate tiene algo que ayuda a dar fuerzas al cuerpo, igual que si fuera una medicina, o mejor. Y la cebolla es buena para el estómago. Además, me gusta un rato.

Terminado el caramelo, se enganchó a trabajar con parsimonia, con firme diligencia, como ejerciendo un rito. Puso todo su empeño en la faena. Pues, aunque no le gustase su oficio, no tenía más remedio que aceptarlo y llevarlo con dignidad. Sin darse cuenta, se encontró pensando en sus años de mocedad. Revivió mentalmente su vida en el pueblo, al que había regresado después de varios años intentando encontrar otro trabajo que no fuera el de la mina.

¿Cuántos? —se puso a echar la cuenta—. Lo menos diez. Sí… Diez o doce. Porque yo me casé ya con algunos años. Tenía veintisiete o por ahí. ¡Cómo pasa el tiempo!... Parece que fue ayer cuando salí a la ventura, como quién dice, en busca de otra clase de trabajo. Qué miedo le había cogido a la mina, a la muerte negra y honda de los pozos, a aquel laberinto de tinie- blas, a aquellas bocas insaciables que siempre exigían más vi- das humanas qué devorar.

Era algo que no había podido remediar, por mucho que se esforzase en vencer. Cada noche, en la cama, en cuanto cogía el sueño, se retorcía entre sudores espasmódicos, dominado por la opresora pesadilla. Y hasta llegó, en más de una ocasión, a gritar enloquecido saltando de la cama con los ojos fuera de las órbitas, víctima de una real agonía. Se despertaba congestionado, jadeante, sintiéndose morir con aquella muerte violácea y contraída de los asfixiados. Al despejarse los malos sueños, sonreía con huidiza irresolución, intentando mofarse de de sí mismo mientras se vestía para una nueva jornada.

¡Vaya tío macho que estás hecho!... Si lo supieran tus compañeros, poco que se iban a reír de ti —se dijo—. Eres cobarde, Rafael, no le des más vueltas. Y lo peor es que lo eres por dentro, en lo más profundo de tu alma, en ese otro pozo insondable donde nacen y se mueven los resortes auténticos de tu persona. Por fuera finges a los demás, y a ti mismo el primero. Cuando te asientas el casco con brío y coges la linterna, cualquiera diría al verte con ese andar de sargento bravucón, y esas bromas macabras sobre el trabajo que tienes siempre en la punta de la lengua, que eres el Rafael de los terrores nocturnos.

Al agruparse con los compañeros, antes del descenso a la mina, se le borraban las aristas de la pesadilla y retaba a la suerte hablando en tono de pullas, si llegaba el caso, incluso acerca de una posible tragedia que, cualquier día inesperado, se los iba a tragar a todos por un escotillón sin retorno, ávido de sus cuerpos viriles y de sus risas mozas.

Un día decidió marcharse, porque ya no resistía más la tortura de cada noche, que estaba consumiéndole los pulmones, los ojos y las ganas de vivir. Y se echó a la carretera, con el hatillo al hombro, en dirección a Madrid.

¡Qué así sea!... Lejos del olor de la mina. Trabajaré en lo que salga, en cualquier lugar que no sea mi pueblo. Soy joven y no necesito mucho para ir tirando. Trabajaré en lo que me ofrezcan, hasta que encuentre algo que me convenza.

De Sama de Langreo pasó a León, huyendo más y más hacia el sur, como si quisiera interponer kilómetros y kilómetros entre él y las voces profundas y clamorosas de las minas, yendo más tarde a Zamora, Segovia y Ávila; hoy aquí y mañana allí, cambalacheando oficios como los buhoneros sus mercancías, sin instalarse del todo en ninguna parte y todavía medroso de recaer en una vuelta enloquecida hacia su pueblo. Finalmente enderezó hacia Madrid, donde, al cabo de unos meses, se enroló como obrero de la construcción. Al año, o año y medio de estar viviendo en la capital, conoció a su mujer y, al poco, se casaron.

Quiso el destino que, tiempo después, tras quedarse sin trabajo por culpa de la promotora, que entró en quiebra, tuviese que volver a Sama de Langreo y recuperar su oficio de antaño. La mina se le presentó entonces como una maldición irremediable.

Volvía a ver ahora —de vuelta a la realidad—, como en un sueño, los confines de su mocedad. El pavor constante a la muerte bajo tierra, igual que si hubiese sido un cadáver resucitado dentro del ataúd, le atenazó los músculos en una parálisis de encogimiento. Se le erizó la piel. Los escalofríos de entonces se le cuajaron por momentos dentro de la sangre. Soltó un juramento que rebotó por las galerías oscuras de la mina, llenado el silencio con sus ecos. Hizo un gesto como de sacudirse aquel miedo, antiguo y torvo, de la frente. Osciló su cuerpo, durante una fracción de segundo, sobre sus talones. Perdió pie, cayendo por un escotillón abierto en vertical al vacío, con los brazos extendidos; buscando desesperadamente asirse a lo que fuera en un supremo e inútil esfuerzo de salvar la vida.

Ya no era —ni lo sería en adelante— un número y un nombre encuadrado entre dos fechas. Había comenzado a ser desde sí mismo, desnudo y solitario, exento de circunstancias, intemporal y único. Ya no era especie, ni clase, ni familia, sino individuo; indivisible y compacto. Antes de que tuviese tiempo a adaptarse a su plena individualidad, oyó dentro de sí mismo —no fuera, a su alrededor, como antes en su otra existencia—, una voz que no formaba palabras de acuerdo con las leyes expresivas de los seres humanos, por él conocidas, sino que eran como representaciones ideales del concepto, implícito y explícito a la vez, un conocimiento intuitivo dotado de absoluta claridad, penetrante, sutil, elástico en todas direcciones y radicalmente unívoco.

“No temas. Puedes descansar en paz. Sosiégate. Ya es hora de que saborees tu existencia con calma. Aquí no tiene lugar la prisa ni el quehacer”.

Al mismo tiempo que veía y sentía su espíritu traspasado por la voz, se iba aquietando dócilmente de un bienestar, de un goce nunca sentido ni gustado. La voz siguió hablando:

“Tú a mí no me conoces apenas. Lo comprendo. No tenías tiempo, ni sabías asomarte a tu interior. Dura vida la tuya, compañero. Pero yo a ti sí te conozco perfectamente, desde que naciste. He ido viviendo contigo, inserto. Soy, ¿no lo sabes, verdad?... Soy tú mismo, el ser que habita dentro de cada hombre, el que lo impulsa a la vida y el que lo aguarda y recibe inmediatamente después de su muerte particular. Soy tu raíz, el substrato de tu existencia. Ahora me conocerás, puesto que ahora empezarás a conocerte a ti mismo”

Rafael, traslúcido, vibraba como un espejo bajo los rayos del sol, inmerso en un sosiego sin fronteras, desbordante de paz, de armonía.

“Recuerdo tu miedo a la muerte de la mina —prosiguió la voz—. Parece que no ha transcurrido el tiempo, que está ahí, detrás de nada y, sin embargo, han pasado algunos años. Y ya ves, tanto terror y tanta angustia y has venido a morir asfixiado, unos instantes antes de que tu cuerpo se descoyuntara en la caída. ¿Qué importa la clase de muerte que tengamos, si todo es igual?... Silencio, silencio, silencio. Y más tarde, pronto lo experimentarás, en realidad ya has empezado a probarlo, uno empieza a verse, a saberse distinto, inmaterial y tranquilo. Tranquilo sin acoso de horas, sin riesgos. Tranquilo, seguro, confiado. Sí, ya verás. Es una confianza plena, poseída en su total certidumbre. Anda, ven. Descansa. Necesitabas un largo descanso. Siéntete dichoso sin falsas ebriedades ni contingencias. Ya has llegado a tu destino supremo”

Se sumergía Rafael —le seguiremos llamando así— con ahínco y delicada mansedumbre en su quietud beatífica. Respiraba inefables dulzuras, sintiendo y gustando un goce jamás entrevisto ni soñado. Ningún recuerdo de su existencia humana le proporcionaba inquietud ni pesar. Era un reposo acolchado, una aventura esponjosa, ilimitada. Un ser y un estar de invariable placidez, igual que si flotase por un espacio terso, infinito y especialmente aderezado para su uso personal. Como si surcase, lento, un mar inmóvil carente de oleaje. Unos nuevos ojos, diáfanos, de creciente visión orbicular, como si se hubiese convertido todo en una mirada única, absorbente de horizontes, le iban naciendo sin esfuerzo de modo espontáneo. Carecía de deseos, es verdad, pero tampoco sentía necesidad de nada. Podía estrenar y saborear aquel universo virgen y exclusivo, pasar sin moverse por incógnitos espacios, exento de servidumbres, libre, endiosado en sí mismo, eje y centro de un cosmos existente por él y a causa suya. Por todo eso, que no es poco, Rafael se sintió feliz.

La ausencia de contacto con otros seres no le producía, como acaso le hubiese ocurrido en la tierra, aburrimiento, ni despertaba en él afanes gregarios por temor a la soledad absoluta, vacía, que le rodeaba. Porque era, naturalmente, un existir sin saberse existiendo; un estar, indivisible en compartimentos estancos de tiempo, lugar o modo, entero y unitario, polimorfo e individual. Un perpetuo “status nascens” de su espíritu y de su ser —o lo que fuera—, solitario y magnífico, pletórico de energía. Pero una energía que no ser vertía ni menguaba, sino constantemente generada en sí, que le hacía omnisciente de manera natural, como una consecuencia de su nuevo estar y ser. Eso sí, toda esa gloria y toda esta magnificencia, no tenían público que la admirasen.

Antes, durante su existencia terrenal o humana, el tiempo se le antojaba a veces largo, con exceso, y en otras le venía corto. Ahora, dotado para siempre de libertad de ser, y de ser inextinguible, gozaba su propia saturación contemplándose como un Buda cualquiera, pero ignorando, al mismo tiempo, que era así mismo propio objeto de contemplación.

La voz había dejado de oírse hacía un tiempo. Rafael descansaba por vez primera. Había llegado al equilibrio perfecto, al sosiego decantado, a la beatífica sonrisa de Dios después del séptimo día.






























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